Todo iba bien hasta que el tren comenzó a tardar, empezó a haber más gente y los trenes que iban en dirección contraria pasaban y pasaban sin que viniera uno solo de regreso. Mi reloj bling bling me indicaba que se hacía más y más tarde, y yo ya me sentía desesperada, porque sabía que además de irme de pie todo el camino, no me daría tiempo de maquillarme e inevitablemente me agarrarían las nalgas o las chichis.
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El trayecto, tal como lo supuse, fue una pesadilla. En un momento sentí que me desmayaría por la falta de aire, y si no por eso, sí por los olores que despiden los pasajeros que no hacen el favor de lavarse el hocico o el culo. Definitivamente fue el viaje más largo de mi vida.
Por si fuera poco, llegué tardísimo a la oficina, y justo cuando entré y me disponía a checar (sí, ya checo, jeje) vi que mi jefa y el boss de bosses, el chief de chiefs o como quiera que se diga jefe de jefes, estaban ahí, también llegando. Me dio muchísima pena, porque como iba sin maquillaje y greñudísima, seguro pensaron que me levanté tarde y no que tuve un incidente con el horroroso transporte que es el metro.
Con seguridad puedo decir que odio el metro, porque siempre hace más largos mis trayectos más cortos, y aunque es una maravilla pagar dos varos por viaje, no estoy dispuesta a peder mi tiempo de la manera más pendeja, es decir, sin que sea mi culpa.
Otra cosa que odio es que los peseros hagan base, y odio aun más que te digan que te pases a la unidad que viene atrás o a la que está adelante. Pinches conductores huevones, si no quieren llegar a la base, ¿para qué rayos dejan que la gente se suba?
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Hay ciertas cosas que simplemente nunca entenderé.
Lau dixit.
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