viernes, 16 de agosto de 2013

Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar


La mar es el morir. Mi abuelo, el padre de mi madre, se fue ayer a la mar. Él vivía lejos de nosotros, vivía rodeado de agua, de selva y de vida. Yo lo veía muy poco y, por ende, convivía con él muy poco, pero sin importar la lejanía, la distancia o cualquier otro obstáculo, lo amé mucho.
Recuerdo su olor a lavanda, sus camisas de colores claros, sus grandes anteojos y su rostro plácido que no parecía perturbarse ante nada. Recuerdo cuando venía de visita a la ciudad y su encantador acento tabasqueño resonaba en la cocina; cuando de pequeña me sentaba en sus piernas; cuando llamábamos a su casa y, sin importar que ya fuéramos adultas, decía: “te habla la niña”; cuando nos contaba alguna anécdota o nos platicaba acerca de lo que le interesaba…
Siempre lo vi tan fuerte, tan entero, que nunca reparé en que él, como todos los seres humanos, también era mortal. Nunca pensé en lo que sucedería cuando se fuera. Su muerte me tomó por sorpresa. Y duele. Duele a pesar de mi gesto estoico. Duele a pesar de que mis lágrimas son escasas, quizá porque derramé demasiadas por motivos que no las ameritaban. Duele a pesar de que actúo como si los días fueran comunes, aunque en el fondo sienta que me hace falta una parte importante de mí. Duele a pesar de que digo, hago y pienso las mismas tonterías de siempre. Duele a pesar de que vivo la vida de siempre.
Qué difícil es despertar y darte cuenta de que alguien importante para ti ya no está en este mundo. Que se ha ido a la mar en una barca sin remos. Qué difícil es acostumbrarte a la idea de que, a partir de ahora, vivirá en tu memoria, que será un amor inmaterial, aunque no por ello menos profundo.
Gracias, abuelito, gracias infinitas por haber vivido.

“Un mar sin honra y sin piratería,
excelsitudes de un azul cualquiera
y esta barca sin remos que es la mía.”
                                                                                                                    Carlos Pellicer