jueves, 19 de noviembre de 2009

Vivir para cagarla (episodio 11)

Siempre he sido muy distraida, y si digo muy, es MUY. Como prueba, tengo la anécdota que contaré a continuación:

Cuando éramos chicas, mi hermana y yo siempre, sieeeempre íbamos a la palelería, a la tienda y a todos lados, solitas. Por lo tanto, nos sucedían mil desgracias: se nos perdía el dinero, nos caíamos, no comprábamos todo lo que había que comprar, y una larga lista de etcéteras. Recuerdo que en ese entonces había varias papelerías en la colonia, y asistíamos a cada una de ellas según las necesidades. En una atendían unos viejitos que no sabían nada de nada, y siempre tenían que esperar a que la hija, el yerno o los nietos fueran a resolver las cosas, y como no sabían nada de nada, todas y cada una de las cosas que ahí vendían tenían una etiqueta con el precio. Con el tiempo los señores se fueron adaptando al ritmo de trabajo y al final ellos hacían de todo, pero sin eliminar las estampitas con los precios.

Como toda niña, cuando me caía un poco de dinero (o un tostón, como les decía) lo guardaba para comprar dulces, y como podrán imaginarse, en la papelería de las etiquetitas vendían montones. En una ocasión en la que para variar estaban atendiendo los viejitos, se me ocurrió hacer una pregunta respecto a un dulce que me llamó la atención:

Lau peque: ¿Cuánto cuestan estos de quinientos?

Viejito: ¡¡¡¡Pus quinientos!!!!


¡Chale!, creo que eso más que distracción, es pendejismo. En fin, hasta de chiquito uno la caga.

Lau dixit.

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