lunes, 23 de enero de 2012

Vivir para cagarla (episodio 15)

Me senté al final de la banca del lado derecho del pesero. Como todas las ocasiones en las que viajo en el transporte público, escuchaba música y pensaba en lo que había sucedido en el día. Y claro, observaba lo que ocurría a mi alrededor.

De repente, noté que un señor me observaba con insistencia, ante lo cual desvié la mirada y no volví a dirigirla hacia donde estaba el susodicho. El asunto se me olvidó hasta que este personaje se puso de pie porque su parada ya estaba cerca; lo miré de soslayo, pues seguía resistiéndome a verlo a los ojos, y algo en su actitud me dio la certeza de que no había dejado de mirarme todo ese tiempo.

Mi brazo estaba inocentemente apoyado en el tubo del microbús, y yo no contaba con que el señor de la mirada penetrante iba a sostenerse de él al momento de bajar. Me sentí mal por haber juzgado a ese hombre que probablemente lo único que buscaba era contacto humano, sentir que existe o algo similar, y no hice nada, pero después mi mente cambió la jugada y recordé lo incómoda que me sentí al saberme observada por ese sujeto y me di cuenta de que no sólo se estaba apoyando, sino que el modo en que tocaba mi brazo resultaba sumamente desagradable.

Ese tópico del contacto humano y de la necesidad de existir se me olvidó y retiré el brazo; acto seguido, el señor perdió el equilibrio y cayó del vehículo, lo que se convirtió en un número digno de cualquier payasito de circo. Afortunadamente, nadie se dio cuenta de que esa caída pudo haber sido provocada por mi rechazo.

Cuando el pesero arrancó, me sentí un poco mal por lo sucedido, pero esa fea sensación en el brazo ante el toqueteo de aquel personaje, resultó mucho más fuerte. Una no puede andar por la vida dejándose manosear sólo porque algún desconocido necesita contacto humano. Al menos yo no puedo, no soy tan generosa.

Viejo cochino. Ojalá no se haya lastimado.

Lau dixit.

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